Lo único que me queda de él
Camiseta negra. Pantalones vaqueros. Deportivas blancas. Mochila beis, mascarilla de estrellas y una goma amarilla recogiendo el moño.
Las ocho y veinte de la tarde. La temperatura de septiembre, esa que amaina el calor infernal de agosto y levanta la brisa fresca de octubre.
Uno de esos parques verdes en mitad de la ciudad, donde los bancos se ocupan de uno en uno y en los que ahora si te vas a sentar y ya está ocupado pides permiso primero.
Está escuchando música con sus auriculares por el movimiento de su pie contra el suelo, imagino que está marcando los tiempos. Me giro en un intento desesperado por recuperar la visión tras observar el sol y choco con su mirada. Ojos color miel, lo sé, a pesar de la distancia porque el sol se refleja en ellos y los hace aún más llamativos. Creo que él ya me estaba mirando por el gesto rápido e involuntario con el que ha devuelto su mirada hacia el suelo. Vuelvo a mirar al sol y sin darnos cuenta empezamos a jugar al juego del gato y el ratón.
Sé que me mira a hurtadillas, porque yo lo miro de reojo. Lo miro y disimula, me mira y hago como si estuviese mirando algo más allá. Acabamos esbozando una sonrisa ambos, y lo sé porque sus ojos se han achinado por completo, sus mascarilla se ha movido por el gesto de su risa y ha movido la cabeza de un lado a otro. Lo sé, ha sonreído.
Me cuesta adaptarme a la nueva normalidad. Me ha costado siempre leer entre líneas, me gustan las cosas claras y el “chocolate espeso” como siempre ha dicho mi abuela. Pero ahora no me queda otra que leer tras la mascarilla. Creo que no voy tan mal.
Me he sentando en el banco de al lado, he sacado el libro, que estoy devorando por cierto, y cada uno ha seguido a lo suyo.
Página 132, a punto de terminar el capítulo y noto esa extraña sensación. Alguien se acerca demasiado, cosa más rara aún en estos tiempos. Yo no he quedado con nadie, y cuando alzo la mirada se vuelve a producir esa fusión nuclear entre sus ojos que aún siguen manteniendo el brillo del sol y mis ojos oscuros en los que es difícil diferenciar la pupila.
Esas décimas de segundo incómodas, para después oír tras su mascarilla un...
"do you live near by"? Del susto, la infranqueable mascarilla y del inglés le pido que me lo repita otra vez. Le contesto que sí, que vivo cerca de aquí, me achina los ojos (me sonríe) y mientras él retoma su paso, escucho un leve "i hope to see u again". No me dio tiempo a contestar cuando ya se había alejado, pero bajo mi mascarilla noté como mis labios se movían para musitar un breve "maybe".
Maybe, quizás nos volviésemos a ver o no. Cuando ya no dilucidaba su silueta por el parque miré la galería de mi móvil, quise recordar ese atardecer. Fue ahí entonces donde lo encontré a él. El chico del parque sin nombre. Lo único que ahora me queda de él.
Esto es Madrid.
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