Jamás quise...
Me puse a contar, a contar los lunares que yacían en su cuerpo, en la espalda, en el pecho, tres o cuatro en la cara, y fue ahí cuando descubrí dos cicatrices, pero jamás pregunté nada, ni el por qué ni el cómo, porque donde aparentemente solo se veían esas dos, hallé que había muchas más, de esas que están ocultas bajo la piel, pero que arañan, queman y duelen, duelen mucho.
Jamás quise decir nada, sabía que podían romperse si veían la luz. Sabía que podían romperle a él.
Jamás quise decir nada, no era mi territorio, ahí de momento solo era una invitada más, como podría serlo perfectamente cualquier otra, cada noche al caer el sol. Cada recorrido que hacían mis dedos por aquellas partes tan suyas, y que cada noche se iban haciendo más mías, más me temblaba la mano, la voz y el corazón. Cada parte delimitada por perfectos e imperfectos lunares, grandes y pequeños, cada noche ardía más. Por la mañana me olvidaba de todo lo que aquellas carnes desnudas guardaban, pero llegaba de nuevo la luna y volvía sentir que lo que había allí también era para mí.
Jamás quise decir nada, todos guardamos añicos bajo la piel, todos guardamos secretos, algunos arden y nos queman, otros nos hacen fuertes y otros están ahí sin más, esperando que el tiempo pase y los borre para no volver a verlos jamás.
Aún recuerdo cómo fue, era invierno, hacía frío, mucho frío, el sol era inmenso como sus pupilas, que me miraban fijamente y me decían algo, algo que yo no podía descifrar. Me pasó la mano por el pelo, se hizo hueco entre mi bufanda y me empujó a caminar. Anduvimos sin destino, sin palabras que cruzar, yo solo me dediqué a caminar y a recordar que la luna iba a llegar y el misterio entre mis dedos se iba a volver a despertar.
Los pájaros volaban sobre nosotros y las nubes empezaban a tomar aún más formas, cada una de ellas me recordaba a cada una de las partes de su frío y desolado cuerpo, había dejado de caminar y sin darme cuenta estaba empezando a hiperventilar, la noche iba a llegar y yo no imaginaba lo que esa noche podía pasar.
Jamás quise decir nada, pero él estaba ya otra vez delante de mí, sin abrigo, sin ropa, sin armadura, ahí estaba él, con la mirada cargada y las piernas aparentemente relajadas. Ahí la única nerviosa era yo. Me tendió su mano, primero me acercó a su pecho, me besó la frente, y me sonrió. Jamás quise decir nada, pero en ese momento mi mundo se paró. Mis manos ya calientes empezaron a dibujar caminos por toda su espalda, uno, dos, tres, hasta cuatro recuerdo que llegué, y fue entonces cuando su voz arrancó...
Jamás quise decir nada, pero fue la primera vez que se desnudó delante de mí, mis manos al principio paradas por el shock, empezaron a tomar de nuevo vida, al son que él contaba y que sus lágrimas tocaban la almohada en la que se recostaba, al son que sus torturas veían la luz, que su dolor abandonaba su alma, al son que la muralla infranqueable de sus días se desvanecía...
Jamás quise decir nada, pero yo ahí no pintaba nada, no podía luchar contra sus miedos, contra sus dolorosos recuerdos o arrepentimientos, no podía cambiarle sus días y sus oscuras noches perdidas, no podía quitarle las culpas o a esos fantasmas que hacían heridas, pero mientras todos ellos se esfumaban recuerdo que ahí yo estaba, sosteniéndole a él, recomponiendo cada parte de su cuerpo que temblaba al hablar, calmando cada parte erizada de su piel, secando sus mejillas o apretando sus manos fuerte, muy fuerte. Jamás quise decir nada, pero sé que ganaste una batalla y que yo de un modo u otro te ayudé a librarla.
"Jamás quise decir nada, pero hay quienes están ahí y sin escudo, espadas, ni cañones, nos llevan a la victoria, o mejor dicho a acabar con la guerra, nuestra propia guerra. Jamás quise decir nada, pero hay quienes vienen a salvarnos sin pedirnos a cambio nada"
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