Manuel
Ahí va Manuel, con su casa a cuestas, con una vida entera guardada en una maleta y la esperanza de que al girar la esquina, algún día, podrá acabar con tanta ruina.
Aún recuerdo el primer día que conocí a Manuel. Noviembre de 2019. Una sonrisa interminable, de esas que te atrapan la mirada, y es que en aquella época no había mascarillas que nos privaran de semejantes maravillas.
Al pasar por su lado esbozó una sonrisa, yo iba a un paso realmente desafiante, pero recuerdo que giré sutilmente la cabeza para comprobar que mi sonrisa de respuesta le llegaba a pesar de mi velocidad. Al llegar a la esquina el semáforo se puso en rojo e imagino que él notó por el aspaviento que hice con mis brazos que ese cambio de color había frenado mi intrépida marcha, y que realmente no me había hecho ninguna gracia. Fue entonces cuando tras de mí escuché un "no corras tanto rubita que la vida es corta". Me giré, esta vez con el freno puesto y los dos nos empezamos a reír mientras él me miraba con ojos de sabiduría y yo asentía con la cabeza y a la vez, reducía mi ira. Así fue como conocí a Manuel, cuando sin él saberlo y yo esperarlo me acababa de dar una de las mayores lecciones de vida.
Esta mañana salí a comprar el desayuno a la pastelería de la esquina. Un cielo encapotado y el frío de la mañana cubrían una avenida aparentemente tranquila. Estaba en el mostrador debatiéndome entre si elegir las palmeritas de chocolate blanco, las berlinas de frambuesa o las napolitanas de crema, cuando desde la puerta de la entrada, que esta mañana estaba abierta, escuché un "a la rubita trátala bien y dale lo que quiera". Siete meses. Siete meses llevábamos sin vernos. Y ahí estaba Manuel, esperándome en la puerta.
Al salir, mientras nos tomábamos el desayuno le pregunté por el confinamiento, que al final era lo que nos había mantenido separados y había hecho que llevásemos tanto tiempo sin vernos. Manuel me dijo que esos tres meses de Estado de Alarma para él habían sido un auténtico regalo. Arquee inconscientemente mi ceja con tal afirmación y no me hizo falta preguntar.
Manuel interpretó mi mueca a la perfección y me empezó a contar que durante esos meses tuvo un lugar al que llamar hogar, que dormía sin ver las estrellas, sin sentir el frío del asfalto o sin que los cartones se mojaran y le "calaran hasta los huesos". Que mientras nosotros nos desesperábamos, él sentía paz. Que mientras nosotros sentíamos miedo, él se sentía más seguro que nunca. Que nosotros nos estábamos despertando ahora mismo de una pesadilla, pero que él se estaba despertando de un sueño de esos profundos y de los que desearías no despertarte jamás.
Este es Manuel, a quien de pequeño apodaban el "bicho" porque era muy pequeñito, pícaro y no se le escapaba ni una. Este es Manuel, dueño de unos ojos azul cristalino y de un corazón infinito. Me encantaría contaros más de Manuel, pero creo que con esto os bastará para salir a la calle y cambiar vuestra forma de mirar, porque al final, como ya me dijo Manuel, vamos con mucha prisa y nos olvidamos de pequeños detalles que viven en esas calles.
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